Un periodista estuvo un año sin conexión con la red. ¿Qué pasa cuando los días pasan sin la interrupción del correo o las distracciones en línea?
El comportamiento humano está cambiando debido al
uso de la red. Puede que sea cierto. ¿La forma que toman estos cambios?
Bueno, esa es una pregunta más amplia.
Las respuestas que se han
esbozado hasta ahora van desde la estupidez (textos que defienden la
idea que el uso de internet le resta capacidades mentales al cerebro)
hasta la desconexión social; en la mitad hay un amplio espectro de
efectos sociales y biológicos (disminución del sueño por el uso de
dispositivos electrónicos), entre varios otros.
Pero, en contravía
de la creciente literatura acerca de un cambio motivado por la
tecnología, el experimento de Paul Miller, un periodista del portal de
tecnología The Verge, la respuesta a la pregunta acerca de cómo nos está
cambiando la red podría ser de ninguna forma.
Durante un año,
hasta principios de este mes, Miller ejerció una especie de abstinencia
electrónica, por decirlo de alguna forma: nada de navegación en la red
(o sea, adiós correo electrónico, ver videos en internet, películas,
series de televisión, hablar por Skype, entre varias otras tareas) y,
hasta donde fuera posible, limitar el uso de mensajes de texto.
La
idea de Miller era desconectarse para dejar de oír el ruido blanco y,
de cierta forma, encontrar su
verdadero yo, una suerte de personalidad
oculta bajo las capas de interrupción electrónica.
La premisa
básica es que la creciente irrupción de la tecnología desconecta
crecientemente a las personas del mundo real imponiendo una suerte de
simulación, una virtualización, de las interacciones de la vida diaria,
aquellas que se usan para construir familia, amigos, afectos, identidad y
otras fuerzas de la rutina que parecen servir de pegamento para una
vida.
Otros supuestos males colaterales de esta desconexión son la
decreciente capacidad de concentración debido al creciente número de
pantallas y dispositivos que requieren interacción en un día cualquiera
de una persona promedio.
"La vida de verdad de pronto me estaba
esperando al otro lado del navegador", escribió Miller. "Aprendí a
apreciar las ideas que no se pueden resumir en la entrada de un blog,
pero que necesitan la extensión de una novela para ser expuestas con
justicia. Al salir de la cámara de ecos de la cultura de la red encontré
que mis ideas se crecían, como ramas, en varias direcciones. Me sentí
diferente, algo excéntrico, y me gustó".
Pero ese entusiasmo de
principiante, por llamarlo de alguna forma, duró poco. Al cabo de unos
meses, Miller cuenta que comenzó a sentir el peso del aburrimiento, ya
no como una fuerza que lo impulsaba a perseguir nuevos proyectos, a
leer, a salir con sus amigos, sino como una presión que terminó por
recluirlo en su apartamento para reemplazar la red por algunos
videojuegos y audiolibros, porque aquello de leer requiere de voluntad,
al igual que el resto de la vida.
La desconexión no terminó por
ser una fórmula mágica para reencontrarse con la vida porque, de cierta
forma, la vida también sucede en línea: los problemas en la red puede
que, en la mayoría de los casos al menos, sean los mismos que suceden
fuera de ella. "No tienes que pasar un año sin internet para darte
cuenta de que tu hermana tiene sentimientos". Primera lección.
Algo
obvio, pero quizá necesario. Twitter, Facebook, un blog, YouTube,
Google y demás son herramientas:
con ellas se hace algo; no hacen algo
por sí solas. En el universo digital cada navegante traza su propia
ruta.
El hombre primitivo vio la madera e hizo fuego y lanzas con ella
en vez de romperse la cabeza (aunque también hubo un poco de eso). Lo
mismo sucede con la red.
Una posible segunda mirada al experimento
de Miller es que la diferenciación entre vida real y virtual es tan
difusa que incluso podría llegar a probarse inexistente. La vida virtual
es tan real como aquella que sucede sin la mediación de un aparato.
Y
en este sentido trazar la frontera entre la conexión y la desconexión
con la vida puede ser un asunto inútil, pues menos internet, al menos a
juzgar por el ejercicio de Miller, no es garantía de acercamiento,
aunque jamás dejar de lado el navegador tampoco puede serlo.
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