Los huéspedes del Burj al Arab disponen de este lujoso servicio.
Dubái está consolidando su fama no solo como lugar turístico sino
como imán para artistas y celebridades en busca de ese más allá que
ofrece el emirato. No hay nadie que quiera perderse una copa en el
edificio más alto del mundo, o hacer compras en el centro comercial más
grande de todo el planeta. Ambos están en Dubái. Pero incluso cuando no
es el destino final, hay posibilidades de que su súper aeropuerto se
convierta en punto de encuentro para pasajeros. Es lo que le sucedió el
pasado domingo al actor neozelandés Russell Crowe.
El protagonista de Gladiator hacía escala con destino a Roma
cuando se cruzó con la actriz australiana Cate Blanchett, tal como más
tarde relató en propia su cuenta de Twitter. Es una pena que ninguno de
los dos dispusiera de tiempo para pasar una noche en la Ciudad de los
Sueños porque justamente ese día uno de sus hoteles emblemáticos, el Burj al Arab,
ponía en marcha la última excentricidad local para hacerse con
titulares. El hotel, que se anuncia como el único de siete estrellas del
mundo, ofrece a sus clientes un iPad recubierto de oro de 24 kilates para que lo utilicen a voluntad durante su estancia.
Además del famoso logo de la manzana, las tabletas que reciben los
huéspedes tienen en su superficie el emblema del hotel, la caligrafía
árabe de su nombre en forma de vela, como la silueta del edificio que lo
alberga y que sigue siendo uno de los más bonitos de Dubái.
Además, para justificar el gesto, los iPads vienen cargados con un software
que permite una “experiencia interactiva para el cliente”. O sea, que
ofrece la misma información que hasta ahora se podía consultar en el
directorio en papel de las habitaciones, o directamente al conserje: los
datos prácticos sobre los restaurantes y servicio privado de comidas,
el horario de las cuatro piscinas que hay en el edificio o la
disponibilidad del helicóptero privado para el traslado al aeropuerto.
No está claro si este conserje virtual pretende remplazar a los
humanos que, perfectamente uniformados y con guantes blancos, atienden a
los afortunados clientes que tienen la posibilidad de, por lo menos,
pagar los 1.400 euros que, según la página web del hotel, cuesta su
habitación más sencilla: una espectacular suite con “magníficas vistas panorámicas del océano” y ni más ni menos que 170 metros cuadrados.
El hotel ha presentado su iPad de oro como “lo último en accesorios
de lujo”. Y, sin duda, con un precio de 7.000 euros, el diseño de
Gold&Co (empresa que también recubre de oro otros productos) es tan
lujoso como superfluo.
Solo en esta parte del mundo podía alguien tener una idea semejante.
Precedentes no faltan. Hace algunos años, el pomposo hotel Emirates, en
el vecino emirato de Abu Dhabi, instaló una máquina expendedora de oro. Y
aunque el boom de la época en que crecía la burbuja inmobiliaria y
financiera ha quedado atrás, el espíritu de hacer posible lo imposible
permanece. De hecho, ya se ha anunciado un proyecto para construir un
hotel bajo el agua al que será preciso llegar en submarino.
Sea como fuere, Dubái ha logrado que su imagen se asocie con la idea
de lujo y buen vivir, aunque también cuenta con sus cloacas. A Russell
Crowe y a Cate Blanchett, que no visitaron el hotel, les queda el
consuelo de que, en cualquier caso, la golosa tableta hay que devolverla
cuando se paga la factura antes de salir del Burj al Arab. Y quien haya
visto el control que hay a la entrada del recinto, sabe que es
complicado irse sin ser visto.
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